Todo empezó esta mañana, Era una mañana otoñal, gris. Había llovido por lo que no me apetecía salir a pasear a pie, y he decidido coger el coche. Ahora en domingo puedes encontrar pan en muchos sitios por al madrugar y tener tiempo por delante, he decidido coger carretera y manta y avanzar hacia el interior. A la montaña.
En estos pueblos del interior no es ninguna novedad tener pan en domingo, yo lo conozco así desde que tengo uso de razón. Cuando he llegado a mi destino programado he aparcado delante de la panadería sin dificultad, he entrado en ella y enseguida el olor a pan recién hecho ha inundado mis fosas nasales. Pero no solo eso. No solo el sentido del olfato ha sido el “perjudicado”, también la vista a sufrido lo suyo al ver los estantes de la panadería llenos de cosas. Había para elegir. Dulce, salado…
Esta circunstancia ha provocado una salivación espontánea, que ha trasmitido sensaciones extras a mi cerebro y el estomago ha empezado a rugir.
Pero no queda ahí la cosa. Además de todo eso, el cerebro es capaz de fabricar otras sensaciones, que cabalgando en tus recuerdos te permiten viajar en el tiempo.
Al salir de la panadería me he encontrado de nuevo con la brisa fría, húmeda, el cambio brusco de nuevo a traído hasta mi olfato un tapiz de aromas. Olores entretejidos que mezclaban. Algarroba, almendra, y aceite de almazara, También había un fondo de tierra mojada e incluso de purines. Todo esto ha vuelto a activar mis recuerdos. Tengo una casa a unos cuarenta quilómetros de allí. Una casa olvidada. Casi abandonada que temo, que algún día vaya y la tenga ocupada. En aquella casa he pasado muy buenos momentos. Quizá algunos de los mejores de mi vida, en los mejores años de mi vida. Recuerdo aquellos inviernos helados. Lleno de deudas pero con ganas de vivir.
Mi trabajo era a turnos trabajaba tres semanas seguidas, y la cuarta era de descanso.
En mi casa, toda mi familia esperaba con anhelo esa semana. En viernes cargábamos el coche con lo necesario, e hiciera frío o calor esperábamos a mi hijo en la puerta de casa. Tan pronto salía del colegio, cargábamos su mochila, y sus deberes, y mi mujer le daba la merienda. Después subíamos al coche, y emprendíamos camino a la casa que teníamos. Tenemos en la “montaña”.
En invierno anochecía a mitad de camino. A veces llevaba leña en el maletero desde aqui para evitar sorpresas. Cuando llegábamos a la casa se notaba fría y húmeda. El primer paso encender la tele. El segundo paso, encender la estufa. Una vez que estaba todo encendido hacíamos las camas y dejábamos preparadas las habitaciones para dormir. Después nos íbamos a dar un paseo.
Recuerdo en una ocasión. Que mi hijo llevaba las zapatillas rotas. Subió al coche y no nos lo dijo. Nos dimos cuenta al llegar allí. Entonces había una zapatería en el pueblo. Los últimos años ya no estaba. En aquellos años era cuando salieron las zapatillas de luces. Le compramos unas a mi hijo. Aun le veo por las oscuras calles del pueblo con las luces intermitentes de sus zapatillas.
A veces cenábamos en el bar. Después nos íbamos a casa que ya estaba caliente de la estufa de leña. Cuando llegábamos helados después de cenar, era reconfortante el calorcillo de la vieja estufa de leña. Antes de sentarnos a ver la tele, mi hijo disfrutaba atizando el fuego. Le echaba unas piñas, y le ponía leña, pronto el calor iba en aumento, tanto que a veces hasta íbamos con manga corta dentro de casa. Después, un rato viendo la tele, y nos íbamos a dormir.
Que silencio, que calorcito tapados con aquellas mantas. A veces el silencio se rompía por un coche que pasaba. Quizás fuera el único que escucháramos en todo el fin de semana. Otras veces el silencio, que parecía que se podía cortar con un cuchillo, dejaba escuchar los ladridos de algunos perros. Lejos. Muy lejos en alguna granja.
El día siguiente estaba programado. Nos levantábamos, y en la vieja estufa aun quedaban rescoldos, que de nuevo con piñas, y un papel de periódico, no tardaban en prender. Después de desayunar, la familia en pleno nos íbamos al pequeño “súper” del pueblo a comprar, Después a la panadería. Una vez de vuelta a casa, mientras mi mujer hacia la comida, mi hijo y yo, nos íbamos a un pinar cercano a coger piñas. A veces el día estaba como el de hoy. El que me ha activado los recuerdos, nublado, desapacible, y en el pinar, las luces de las zapatillas de mi hijo se volvían a ver desde lejos.
Allí pasábamos todo el fin de semana. Quizás algunos de los que me leéis, sois de aquella generación de luces en las zapatillas. Hoy tampoco debo hablar de mi hijo. Debo hablar de mis hijos. El mayor es eso. Mayor. El pequeño también va creciendo, Apenas subió al pueblo. Las circunstancias cambian y el pequeño no conoce el pueblo tanto como el mayor. Se siente extraño en aquella casa, y a diferencia del hermano, no tiene amigos allí.
No tuvo una infancia ni mejor ni peor. Solo diferente. Tampoco tuvo zapatillas de luces, por que ahora que se vuelven a ver algunas, ya es mayor para llevarlas.
Pero el momento me ha activado aquellos recuerdos. Quizá en otro momento puntual. Algo, me vuelva activar la memoria y recuerde la infancia de mi otro hijo. Una infancia que también viví intensamente. Que recuerdo en una ocasión, que los dos nos escapamos solos a Valencia con complicidad a pasar el día.
Dicen que a medida que nos vamos haciendo mayores, tenemos una cierta tendencia a recordar cosas lejanas en el tiempo, y olvidar las más recientes. Será que nos estamos haciendo viejos ¿O no será por eso?.
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